Mirar la ciudad es buscar lo que no existe

agosto 22, 2018


Siempre tengo náuseas. Nací con náuseas y moriré vomitando. Me comienzan a eso de las tres de la tarde y la única manera de aliviarla es sentándome en la azotea. Es porque no me gusta el encierro. El encierro y los treinta años que tengo viviendo con mi mujer, que es delgada, ustedes la vieron, muy delgada, y puede salir de la casa sin problemas. Desde aquí veo salir a Betania, la veo perderse como un palito de orégano entre la gente, hasta que desaparece. Yo no puedo hacerlo. Estoy muy gordo. Me canso. Me dan más náuseas y además no puedo caminar por esas calles del demonio, donde mi gordura tropieza con buhoneros y tarantines, o se atasca como tuviera un camión cisterna atravesado en la garganta.

La flor y sus apóstoles
Relato extraído del libro "La flor y sus apóstoles"
¿Ven esa pared de ahí; la de huesos de caña y alma de paloma?  Bueno, fue allí donde Facundo estacionó su camioneta por primera vez. Bajó de la camioneta con un papel entre las manos y comenzó a mirar el papel y luego la calle, el papel y la calle, la calle y el papel. Supe que no buscaba una dirección porque estuvo bastante rato sin moverse de sitio mirando el papel y la calle, y porque después buscó en la camioneta un libro y otros papeles y se dedicó a resolver unas cuentas. Ahí se estuvo por largo rato. Después se marchó.

Regresó a los tres días y ubicó la camioneta en el mismo lugar. Pero no se bajó de ella. No sé cuánto tiempo duró allí sin bajarse, y tampoco sé qué tanto esperaba adentro. Pensé que podría tratarse de un perito de catastro. O de un policía, un investigador, o podría ser también un hijo de puta. Todos miran de la misma forma. Todos esperan de la misma forma. Todos se van y regresan de la misma forma: hundidos en una sospecha incómoda e infértil, como si buscaran algo que no existe, un recuerdo, un detalle invisible, un alfiler asesino.

Al cabo de una semana apareció de nuevo, esta vez acompañado de otro hombre mayor. Lo reconocí enseguida. Era Don Luís, el cronista de Valera. Parecía no estar conforme con algo. Sobre todo no parecía estar de acuerdo con los papeles que el otro hombre no se cansaba de mostrar y que Don Luís negaba al observar también esta calle y sus casas, o el cerro de Caja de Agua que podía verse a lo lejos. Hablaron por instantes, y mientras Don Luís callaba y negaba con la cabeza, el hombre se empecinaba en hacerle creer, o defender, lo que supongo probaban sus papeles. Al rato se fueron y el hombre no regresó sino hasta dos días después, en compañía de ustedes.

A ustedes los recuerdo por la barba. Si hacen memoria, y creo que es por esto que han venido a preguntarme, en algún momento nos cruzamos miradas. Ustedes desde la acera y yo desde la azotea. Pero no les importó. Miraban los papeles y la calle, la calle y los papeles, y luego se dedicaron a escuchar las explicaciones de Facundo sobre la ubicación de la calle, el cerro, el horizonte y los cuatro puntos cardinales. Después se marcharon.

Facundo desapareció por varios meses. Pensé que había desistido de aquella búsqueda inútil hasta que regresó de nuevo, esta vez acompañado de sus propias obsesiones. Bajó de la camioneta con un pequeño fardo entre las manos, un saco vulgar y nada extraordinario que tiró en la acera para luego sentarse junto a él. Se quedó atónito observando un punto fijo en el pavimento. De vez en cuando miraba los extremos de la calle y regresaba al mismo punto como si trazara mentalmente el mapa de su propio desquicio. Entonces introdujo una mano en el fardo y fue cuando vi que tomó la primera piedra. Era una piedra pequeña que Facundo contempló con tristeza. En esto dedicó mucho tiempo, en contemplar la piedra con tristeza. Después alcanzó a  lanzarla muy débilmente hacia la calle, justo frente a él. Facundo miró la piedra rebotar varias veces hasta que se detuvo. Se quedó en silencio. Luego introdujo de nuevo una mano en el saco y extrajo un puñado de aquellas piedras. Y una a una las fue lanzando, hipnotizado por los brincos que estas daban, completamente distraído de algo que sólo sus ojos podían ver y que yo, asombrado más que divertido, no pude comprender en ese momento. Se levantó cuando ya no hubo más piedras en el fardo. Entonces regresó a la camioneta y se marchó.

Después comenzó a aparecer los domingos, religiosamente, con la firme intención de lanzar aquellas piedras al vacío de una calle por lo general soleada y atestada de mugre. En apariencia no mostraba la intención de ser un hombre sin juicio. Se veía sano de aspecto, bien vestido la mayoría de las veces. Los vecinos, pero sobre todo los niños o los más jóvenes, se detenían a contemplarlo mientras lanzaba su piedras, y yo podía escuchar algunos gritos y burlas, aunque Facundo, una vez sentado en la acera, parecía un navegante de otros mundos; mundos que al parecer abría sus puertas en el mismo pedazo de asfalto donde iban a dar las piedras y que él miraba con una melancolía infame, una tristeza que sólo los viajeros encuentran en los lugares que ya no les pertenecen. Y yo era como un dios obeso y curioso que contaba una a una las sesenta y nueve piedras que Facundo lanzaba con la lentitud y tristeza de un enfermo de muerte. Lo veía sentarse, realizar sus lanzamientos, y a veces, medio ebrio y más cansado que nunca, solía incorporar a su hastío una botella de aguardiente de la que bebía con una suavidad furiosa.

Era Betania la que solía limpiar en ocasiones la calle. Recogía las piedras como si fueran los dientes de un cadáver insepulto. Nadie decía nada a Facundo; era un hombre inofensivo y sus piedras también. Nos acostumbramos a verlo, nos acostumbramos de hecho a escuchar todos los domingos el sonido chispeante de sus piedras en la calle, un sonido que nos hacía sumergirnos en una modorra profunda, al principio sofocante, y que terminaba siempre en una epidemia de bostezos que nos enviaba a las sillas de mimbre, el sofá, o las hamacas.

Un domingo vi salir a Betania y alcanzar a Facundo en la acera. Cruzó unas palabras con él. No logré escucharlos pero noté que Betania miraba la misma porción de asfalto que Facundo contemplaba todos los domingos. Entonces sentí el asombro de ella, un asombro de madre. Un asombro que llegué a confundir con la veneración. Luego Betania regresó, me alcanzó en la azotea y me dijo:

—Ese hombre dice que antes, mucho antes había aquí una gran laguna.

Semejante revelación fue noticia. Una noticia que coincidió con algo que ninguno hasta ahora había tomado en cuenta. Siempre tuvimos problemas de agua potable, y no recuerdo si fue la misma Betania u otra vecina la que me dijo que desde que el señor de las piedras había llegado, el agua no faltaba, el mismo servicio de agua potable que siempre fue, y aún lo es, un problema de los muchos que tiene esta ciudad.

Le dejaron de decir el señor de las piedras, o el loco de las piedras, y acordaron llamarlo el señor de la laguna, el milagroso señor de la laguna, el loco y milagroso señor de la laguna. Comenzaron entonces a llevarle café, conservas de coco, dulces criollos; a atenderlo como si se tratara de un visitante de otro mundo, enviado para saciar nuestra sed  histórica y repartir con esto sus migajas de fe. Y sin embargo él, que a todas estas nada sabía de nuestras especulaciones, lo único que quería era que no lo molestaran, que le respetaran su soledad de piedra, su silencio aparentemente ligado a la laguna que sólo él veía, sin ciudad, sin asfalto encima, sin los ruidos propios de estos lugares. Cuando llegaba los domingos, encontraba los regalos de nuestras mujeres en la acera y él los comía, no con desafuero, sino más bien como un gesto de gratitud hacia nosotros.

Ustedes deben recordar ese domingo en que él los trajo. Nosotros tenemos fotografías de ese día por cosas de mujeres. Ustedes bajaron de la camioneta, cada uno con sus propias piedras, y fueron a dar hacia la acera, es decir, hacia la orilla de la laguna. El amigo Julio creo que llegaba con hambre, pues apenas vio un par de catalinas y cuatro paledonias en la acera, las devoró en el acto. En cambio el amigo Pedro sólo llegó a sentarse en el borde de la acera, junto a Señor de la laguna, quien estaba en el medio de los tres, y se dedicó a mirar el asfalto y a jalarse la barba. Al rato hizo lo mismo el amigo Julio y finalmente el Señor de la laguna. Se mantuvieron callados e inmóviles por unos cuantos minutos, muchos diría yo, y con la mirada hundida en el asfalto.

Yo no sé cómo explicar lo que hicieron a continuación. No sé ni siquiera cómo describirlo. Facundo fue quien se deshizo primero de sus zapatos, después se quitó las medias, la camisa, el pantalón, hasta quedar en calzones. Bueno, esto ya era demasiado, pensé, mientras veía aquel hombre semi desnudo levantarse de la acera y dirigirse al centro de la calle, o tal vez al centro de la laguna, para brincar como un niño, un niño que disfrutaba de las bondades lúdicas de un pozo; lo vi acostarse y remedar que nadaba sobre el asfalto, boca arriba y moviendo los brazos como si tratara de mantenerse a flote, y entonces fue cuando la gente comenzó a salir para presenciar por sí mismos aquel absurdo, mientras ustedes miraban sonrientes a Facundo maltratándose la piel con la superficie de la carretera, y mientras todos nosotros no salíamos del asombro desde nuestras ventanas, puertas y azoteas. Ustedes hicieron lo mismo, sé que lo recuerdan. Se bañaron semi desnudos en la laguna. Creo que fue el amigo Julio quien no quiso quitarse los zapatos, pero de igual manera brincaban y reían, se salpicaban de aquella agua imaginaria unos con otros, o simulaban zambullirse, nadar sobre el asfalto y hasta exprimirse las barbas. Al poco rato ya los rodeaba una multitud sorprendida. Luego pasaron de la sorpresa a la seducción y finalmente a la alegría, siendo los niños y los más jóvenes varones los primeros en quedarse en ropa interior y entrar al agua, al círculo de asfalto.

Óleo de Antonio Berni
Betania se hallaba entre los curiosos. No la perdí de vista ni un instante. Y para colmo fue ella misma, mi Betania, mi mujer, mi palito de orégano, quien vino a ser la primera mujer adulta en desabrocharse la blusa y bajarse el pantalón, quedando con las tetas expuestas, hasta hacerse paso entre la gente e introducirse en la laguna junto al resto. Esto motivó que todos hicieran lo mismo, y cuando digo todos es porque nadie, exceptuándome, dejó de bañarse y jugar, de reírse y saltar en la laguna. Incluso algunos hombres buscaron en sus casas algunas pelotas, y los niños sus juguetes, y todos se corrían unos con otros, reñían entre ellos, todos en un mismo desenfreno, y yo, desde arriba, les gritaba sin poder moverme, no sé qué cosas les alcancé a decir; no sé, incluso, si los reprendí o me uní a la algarabía, pero sin poder levantarme de mi silla, aterrado, porque de todos era yo el único que no sabía nadar.

Luego observé que Facundo se había apartado un poco a contemplar perplejo aquel espectáculo de mujeres, hombres y niños, casi desnudos, jugando con aquello que sólo había sido producto de la imaginación.

Temblaba de frío su delgadez. Temblaba enormemente. Y salió del agua, y alcanzó su camioneta, tomó tres toallas y con una de ellas comenzó a secar su cuerpo y luego los llamó a ustedes, les entregó las otras toallas, ustedes se secaron también, se vistieron y ya casi al final de la tarde subieron a la camioneta y se marcharon para siempre, dejándonos en la acera sus piedras y a nosotros en la bendita laguna de nuestra más temible e inolvidable vergüenza.

Sólo puedo decir que fue otra vez Betania la que rompió el hechizo. Se vistió con prisa y entró a la casa dejando atrás el estrépito de una puerta. Después el resto de aquella multitud fue haciendo lo mismo. Y no salimos de nuestras casas por varios días. Pero aquellos que salieron evitaron el asfalto, escurriéndose tenebrosos y fugaces, mirando de lejos y con recelo las piedras en la acera opuesta. Así transcurrieron semanas hasta que yo mismo bajé a la calle y tomé las piedras sentándome al momento en la acera, o en la orilla de la laguna, y comencé a lanzarlas con la misma lentitud y tristeza del aquel hombre.

Mirar la ciudad es buscar lo que no existe. Ha pasado el tiempo. 

A veces, cuando el agua se pierde en algún lugar de las tuberías, o cuando el calor asedia, por momentos escuchamos el sonido de unas piedras caer sobre un pozo, o nos dormimos contándolas y en secreto decimos una, dos, tres, cuatro… y antes de llegar a la piedra número sesenta y nueve, ya estamos soñando que somos mejores.

Tomado del libro:
Dano Linares

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