Retorno a Venezuela en 92 horas de viaje
agosto 30, 2018
En esta crónica el autor describe la experiencia como emigrante en su retorno a Venezuela. El viaje se hizo por tierra durante el mes de diciembre del 2017, y cuenta los periplos, situaciones y asombros de regresar a un país que durante cuatro meses de ausencia había empeorado notablemente.
16 de
diciembre
7:28 am.
Durante cuatro meses he esperado este día con la alegría y el miedo de quien
regresa a Venezuela y a su circunstancia. No soy el único, tampoco el menos
entusiasta ni el más inquieto. De los seis venezolanos que trabajan y residen
en La Colina, la mitad retornará al país hoy por la noche. Los otros tres
pasarán la navidad y el fin de año lejos de sus familias. Hay sentimientos
encontrados: alegría y angustia, conmoción e incertidumbre. Uno regresa a
Venezuela y sin embargo sentimos que vamos hacia un país escurridizo, extraño, sumido
en una crisis tan absurda que acercarse a él es como intentar acariciar un pez
vivo ensartado en un anzuelo.
Ruta desde el Km 40 de Guayaquil hasta la ciudad de Valera- Trujillo |
4:16 pm. Camino por el terminal terrestre de
Guayaquil con el mismo asombro de cuando lo visité por primera vez. No parece
un terminal sino un aeropuerto; un outlet convertido en terminal terrestre. El
edificio, restaurado en el año 2007, reúne en sus tres niveles un conjunto de
supermercados, boutiques, restaurantes y hasta una venta de automóviles. Los
autobuses esperan en andenes a los que se llega por escaleras mecánicas o
ascensores. El sistema de vigilancia es intachable y la limpieza del lugar,
incluso en los sanitarios, no deja dudas sobre el nivel de organización de un
espacio que tiene capacidad para recibir 42 millones de usuarios por año. Se
trata de una fundación constituida por la Municipalidad de Guayaquil, la Junta
Cívica de Guayaquil y la Comisión de Tránsito del Guayas. Sorprende la relación
entre lo público y lo privado en este lugar. Una relación que a todas luces se
vuelve paradójica. Si el terminal terrestre de Guayaquil no tuviera la presencia
de capital privado, otra sería su estampa. No funcionaría con el mismo fervor,
cuido, organización y proyección estética que muestra en la actualidad. Supongo
que a los gobernantes les conviene que sitios como estos funcionen, y a los
empresarios que el buen funcionamiento arroje ganancias.
6:45 pm. En el autobús que nos llevará a Tulcán,
pienso en los últimos cuatro meses y en quienes dejamos en La Colina. En todo
viaje siempre abandonamos algo. Esperamos algo. Uno es espectador del mundo y
de sí mismo. El migrante construye su propia épica. De su dolor y coraje,
levanta monumentos invisibles, historias que se contarán alrededor del fuego,
espadas y trofeos que adornarán sus memorias, su identidad. Busco en el
navegador un poema de Cavafis. Entonces leo: «Ítaca te dio el bello viaje. Sin
ella no habrías emprendido el camino. Pero no tiene más que darte. Aunque la
halles pobre, Ítaca no te ha engañado. Así, sabio como te has vuelto, con tanta
experiencia, entenderás ya qué significan las Ítacas.» Uno termina por entender
que todo viaje, por muy largo, nos lleva siempre de regreso a casa.
Terminal Terrestre de Guayaquil |
17 de diciembre
8:34 am. Ya en Tulcán. Es domingo. Tuvimos un
viaje de 12 horas sin contratiempos. Hace cuatro meses, en el viaje de esta
ciudad hasta Quito, la luz del día colocó ante en mis ojos los volcanes
Imbabura y Cayambe en la distancia. Entonces supe que viajaba, y que estaba
lejos, y que había despertado de un extraño sonambulismo. Viajar de noche es
como cerrar los ojos y despertarse en otro lugar. Uno no tiene la certeza de lo
que existe alrededor. Así fue el viaje de retorno: sin la cordillera
ecuatoriana y sus monumentos naturales. Hoy Tulcán duerme bajo un cielo
nublado. No hay asombros.
9:41 am La frontera de Rumichaca es breve y poco
convulsa. Ecuador de un lado y del otro Colombia. Pero hay una distinción: hay
más venezolanos que colombianos y ecuatorianos. Todos sellan sus pasaportes en
ambas oficinas de extranjería. Yo bebo café mientras espero turno y observo la
fila de trasnochados que va alargándose a cada minuto. Al viajero se le conoce
por el equipaje. Pero aquí, además del equipaje, se le conoce por los niveles
de desarraigo, perplejidad y expectativa que puede notarse en cada rostro. Los
que regresamos a Venezuela no sabemos con exactitud qué tipo de país
encontraremos. Del mismo modo, quienes entran al Ecuador no saben qué tipo de
país encontrarán. Al parecer irse o regresar da lo mismo. Es la misma
incertidumbre. O pánico.
Frontera colombo-ecuatoriana | Rumichaca/ Ecuador |
10:52 am. M.V es una mujer venezolana con casi
seis meses en el Ecuador. Salió del país movida por la falsa expectativa de una
amiga. Sus primeros días fueron difíciles. Llegó a Guayaquil con el pasaje
apenas. Luego quedó bajo el amparo de una familia ecuatoriana. Trabajaba por 60
o 70 dólares semanales. «Aunque Venezuela esta dura, y nos dicen que no
regresemos, solo uno sabe lo que sufrimos aquí», comenta. Es madre de tres
jóvenes y abuela. Sobre su regreso a Venezuela: «Uno está en medio del susto y
la alegría. Es como si volviéramos a un país desconocido.»
7:35 pm. Atrás quedó Tulcán, Ipiales, Pasto. Nos
detuvimos en un parador junto a la vía. Cenamos. El viaje se estira como si
cruzáramos Colombia por una carretera de hule. En el autobús sólo viajamos
venezolanos. Somos 40 con una historia en común: regresar al país para ver a
nuestras familias y salir nuevamente. El tema de la crisis venezolana tanto
como los meses de permanencia en países como Ecuador, Perú o Chile, es tan
común que en principio asombra y luego termina por aburrir. En cada épica
personal, en cada relato, opinión o interpretación de la realidad venezolana
que he escuchado, la nostalgia y el dolor son comunes en todos. Es normal. Todo
migrante, desplazado o exiliado, los experimenta. Pero entre tantas semejanzas,
hay otro punto en común que en lo personal llama mi atención: el miedo y
desprecio por los militares venezolanos, sobre todo por la Guardia Nacional
Bolivariana y sus alcabalas repartidas desde San Antonio del Táchira hasta
otras regiones del país. No es un miedo y desprecio infundado. Algunos llevan
medicamentos para sus familiares y amigos, artículos de higiene personal y
hasta dólares en efectivo. No llevan esto en grandes cantidades ni como
mercancías de contrabando, pero todos comentan que dichos objetos, en un país
golpeado por la escasez, corren el riesgo de “perderse” en las alcabalas o en
las manos de algún hampón, sin que nada ni nadie pueda recuperarlos. «Uno puede
mostrar facturas, pero si las facturas son ecuatorianas y te piden el pasaporte
y te ven el sello de salida de Ecuador, entonces te buscan los dólares»,
comenta un pasajero. Esa es al menos la percepción. Infundada o no, es una
percepción real. A los viajeros venezolanos no les preocupan los organismos de
seguridad ecuatorianos ni colombianos. En cambio con los nuestros, vaya
contradicción, se sienten inseguros.
8:38 pm. En el Valle del Cauca nos detuvimos en
una zona llamada El Remolino por razones de seguridad. Somos el primero de una
larga fila de autobuses que deben cruzar estas tierras en caravana por tratarse
de un lugar donde existe una fuerte presencia de las Farc. Según uno de los
conductores, los autobuses no pueden cruzar solos. Deben hacerlo en compañía de
otros, incluso escoltados por la policía o el ejército colombiano. Alguien del
poblado, una vendedora, nos dijo: "Guarden la plata. Escóndanla bien. Esta
es zona de guerrilla". Algunos aprovechamos la pausa para tomar café y
fumar. Pienso en la paz de Colombia. En su conflicto armado con más de 50 años
de dolor e infortunio. La guerra nos enseña que la estupidez humana va de la mano
con su inteligencia. Más de medio siglo en una guerra cuyos muertos no sabrán
nunca si tanta sangre valió la pena. El problema es que una guerra, aunque dure
un día, tarda mil años en superarse. Porque cuesta construir la paz, aquí
dentro, en mismo centro del corazón, y apenas una pizca de segundo para
arruinarla.
18 de diciembre
9:23 am. Un fuerte olor a orina hace al viaje
menos soportable. El sanitario del autobús y la poca ventilación dan la
impresión de que viajamos en un meadero de borrachos. Con todo, hemos dejado
atrás la ciudad de Cali y Pereira. Nos detuvimos en un nuevo parador pero esta
vez nos abstuvimos de comer por los precios del desayuno. Haremos una nueva
parada por la noche y comeremos un plato fuerte hasta nuestra llegada a Cúcuta.
Los mareos, producto de nuestro tránsito por carreteras de alta montaña, los
controlamos con pastillas de dimenhidrinato. Llegaremos a frontera en la
madrugada de este martes.
3:11 pm. Acabamos de cruzar el río Magdalena. Sus
aguas achocolatadas y mansas me hacen recordar la obra de García Márquez. Toda
esta tierra, que cruzamos de sur a norte, me hace recordar la obra del Gabo. Si
viviera aquí algún día, si tuviera que vivir en Colombia, aún con todo el drama
histórico que aún palpita pese a los esfuerzos por construir la paz, yo lo
haría, en parte, por la literatura del Gabo. Mientras viajo, busco a Macondo en
las orillas de las carreteras. Busco las mariposas de Mauricio Babilonia y a
Remedios en las sábanas colgadas en los patios de las casas. En el Magdalena,
busco el barco de vapor donde Fermina Daza y Florentino Ariza realizan su
última travesía amorosa en los tiempos del cólera. Entonces es cierto: nadie
puede asegurar que la literatura pueda cambiar el mundo, pero no hay dudas de
que lo hace más bello, más soportable.
19 de diciembre
1:15 am. A 5 horas de Cúcuta, el frío de la
sierra produce mareos y entumecimientos. No sé dónde estoy. Atrás quedó la
ciudad de Bucaramanga, a la que llegamos por la vía de San Alberto y no por la
vía más rápida. Esto marcó un retraso de seis horas. Ya el dolor de las
rodillas, nuca y espalda, es superior a las ganas de dormir. Nos detuvimos esta
vez porque uno de los choferes busca a su hija. Desde la ventana del autobús
observo a este hombre y su niña hundidos en un profundo abrazo. La madre se
mantiene cauta a cierta distancia, indiferente, como si sostuviera un cartel en
las manos que dice: «Estamos divorciados.» La niña abraza a su padre con las
piernitas horquilladas en su espalda. Lo abraza con sus brazos y piernas. No lo
suelta. El hombre sube al autobús con su hija y nos dice a todos: «Esta es mi
hija. Tenía once meses sin verla.» Aplaudimos. Yo conozco ese sentimiento.
6:20 am. Llegando a Cúcuta.
10:13 am. Hay quienes dicen que esta frontera es
una de las más turbias y sofocantes de América Latina. No es para menos. El
movimiento de venezolanos es impresionante. La mayoría cruza la frontera para
comprar alimentos, medicinas, artículos de higiene, ropa y otras utilidades.
Pero también están los que dejan o retornan a Venezuela. Muchos de estos
viajeros recién amanecen sobre sus maletas, en aceras y callejones. Esperan que
abran tanto el DIAN colombiano como el paso fronterizo venezolano. Las casas de
cambio se activaron desde temprano. Hay algo siniestro en este lugar. Algo cuya
voracidad aturde. Para quienes ignoramos la lógica de las casas cambiarias, o
para quienes solo vemos el flujo de dólares, pesos y bolívares sin saber del
todo sobre este negocio, no hay otra alternativa que entrar en el sistema y
hacer uso de él con recelo y espanto. Y lo hacemos como si en el fondo
estuviéramos extendiendo un billete a una mano invisible. Una mano que mueve
los hilos de ambas ciudades fronterizas –San Antonio y Cúcuta-, con o sin
razones, y que aprieta nuestra moneda y la pulveriza. Cambias dólares a pesos y
de pesos a bolívares. Pero si cambias pesos por efectivo venezolano, por papel
moneda, te dan menos bolívares en comparación a lo que pudieran darte si haces
una transferencia bancaria vía online. Y si cambias pesos en billetes
venezolanos de alta denominación, no te dan la misma cantidad de bolívares si
acaso decides recibir billetes venezolanos de baja denominación, los viejos,
los de 50 y 100 Bs. Estoy seguro que tanto el papel como la impresión de
nuestros billetes, probablemente valgan más que el billete mismo. Uno sospecha,
al pasar por Cúcuta, que esa mano invisible se ha metido en tu bolsillo, te ha
contado el dinero, ha sacado una parte, y la otra te la entrega incompleta y
tan irrisoria que basta con pagar un pasaje en autobús en tierras venezolanas
para darse cuenta.
Casas cambiarias de Cúcuta | Colombia |
11:22 am. Me cuesta usar el teléfono móvil y
escribir con tranquilidad. Busco lugares seguros donde abunden policías o
funcionarios de extranjería para escribir estas notas. Estoy en Cúcuta aún.
Comienzo a recordar un conjunto de lamentables diferencias. El miedo es una de
ellas.
12:03 pm. Salvo por algunas y fuertes
diferencias, San Antonio del Táchira es una prolongación de Cúcuta o viceversa.
El comercio formal, por la crisis venezolana, no es tan visible. No es la misma
vida comercial de cuando el bolívar valía más que el peso. Hay una buena
cantidad de locales cerrados y buhoneros por doquier. En las calles transitan
pocos carros y el peatón, aquel que viene o va hacia Cúcuta, se convierte en un
tumulto permanente. Todos vienen manoseados de la frontera, todos van a que los
manoseen en la frontera. Al llegar a San Antonio, pude advertir que lentamente
me hacía parte de una muchedumbre de desesperados. Una agonía y tristeza que
tenía cuatro meses sin ver. Y en esa multitud pude notar que la frontera es
para el tachirense, tanto como para otras partes del interior, el enclave donde
convergen tanto los más astutos pícaros como los más necesitados. Abundan
usureros de oficio. Pero también aquellos que buscan desesperadamente el pan
para sus familias. La Guardia Nacional merodea entre la multitud como custodios
de la impunidad, más que de la justicia y el bien común. Cúcuta y San Antonio
son dos rémoras colgadas en un pez gordo, voraz, implacable. La moneda es ese
pez gordo.
En el edificio de extranjería en San Antonio leí
innumerables veces el siguiente rotulado: «Aquí no se habla mal de Chávez.»
Cosa que es cierta porque al parecer Chávez, el político, se esfumó de la
memoria colectiva y ahora todos hablan mal del chavismo de Nicolás Maduro y los
miembros de su gobierno. No se habla mal de Chávez. No. Pero algo si es
excesivamente obvio: se habla mucho, y muy mal, de todo lo que tenga que ver
con el gobierno chavista de su sucesor.
Puente Internacional Simón Bolívar | Frontera colombo- venezolana. |
En lugar del rotulado: «Aquí no se habla mal de
Chávez», un gobierno serio debería expresar, mejor: "Bienvenidos al país
con delincuencia 0 en toda Latinoamérica". Entonces provocaría entrar a
ese país. Pero si lees «Aquí no se habla mal de Chávez» y te encuentras con un país
económica, moral y estéticamente destruido, lo primero que harás es dudar del
chavismo en vez de celebrarlo. Por lo visto, en cuatro meses, que no es mucho
tiempo, la política comunicacional del gobierno sigue siendo un panfleto y una
triste ironía.
1:50 pm. Punto de control de Peracal, San Antonio
del Táchira. Después de cruzar una frontera atestada de viajeros, nativos y
mercachifles, tomo el autobús que me llevará a San Cristóbal. Dos cosas llaman
mi atención. La primera es la cantidad de billetes de baja denominación que
muchos cuentan entre sus manos para pagar un pasaje de autobús. 150 billetes de
cien, para un total de 15mil bolívares que mi compañero de puesto cuenta una y
otra vez, y que el chofer recibe y cuenta también para luego ocultarlos en una
mochila. El mismo procedimiento lo vi con billetes de 50Bs, y también cayeron
en la mochila. Repito: en una mochila; no en el bolsillo. No vi monederos, ni
billeteras; solo vi bolsas plásticas donde la gente carga paquetes enteros de
billetes solo para pagar un pasaje de autobús. Tanto los pasajeros como el
conductor del vehículo deben contar el dinero. De esta forma un viaje que dura
dos horas se convierte en otro que dura cuatro.
Lo segundo: Sube al autobús un guardia nacional.
Dice: «Cédula por favor» y todos los pasajeros sacan su cédula. Yo sigo al
guardia de cerca, lo mido en altura, peso e intención y caigo en cuenta de a
que este funcionario lo que menos le importa es la identidad de los viajeros.
Porque todos mostramos nuestras cédulas y este guardia ni las toca, apenas las
mira, más bien concentra su atención en los equipajes, en los paquetes grandes,
en todo aquello que pudiera sospecharse como mercancía de contrabando. Entonces
pregunta por dos equipajes en particular. Uno es un saco blanco que contiene
hortalizas. El otro es un paquete negro relativamente grande. El guardia
pregunta por el dueño, un muchacho pequeño y desgarbado que alza la mano y
dice: «Es mío.» «Qué contiene», pregunta el guardia. «Es un bulto de harina»,
responde el muchacho. El guardia, de pronto, olvida las cédulas e insta al
muchacho a que baje del autobús. Baja el guardia y el muchacho va detrás de él,
a paso firme, natural, y ambos caminan hacia el edificio militar que está junto
a la carretera. Se pierden de vista. A los cinco minutos, vemos que aparece el
muchacho, sube al autobús, y se reinicia la marcha. Escucho del muchacho: «Me
pidió treinta mil.» De esta forma veremos dos cosas: que el muchacho tendrá
harina suficiente para alimentar a su familia por quince días, o que esa harina,
comprada en Cúcuta, estará puesta en un tarantín sobre una calle cualquiera, a
precios elevadísimos, dejando como muestra que la consigna de la GN: «El honor
es nuestra divisa», es un rotulado más, pura charlatanería.
3:08 pm. Terminal de San Cristóbal: un triste
basurero. Golpea su imagen.
4:14 pm. Estas primeras horas en el país han sido
brutales. Ofensivas. Yo he estado fuera del país durante cuatro meses. No han
sido años ni toda una vida. Tampoco quiero decir con esto que todo cuanto veo
en este momento es novedoso o inédito, o que en Ecuador y Colombia no exista
pobreza, desidia, decadencia. Cada país sabe ocultar de la peor o mejor manera
sus propios lastres. «El mundo está podrido en todos lados», escuché decir
cuando salí de Venezuela. El terminal de San Cristóbal es un puntapié en la
cara. Una ventana, una vitrina, de lo que muchos pueden encontrar tierra
adentro. Me cuesta explicar cómo puede deteriorarse un país tan
vertiginosamente en el lapso de cuatro meses, y sobre todo, me espanta e indigna
cómo la desidia e indolencia se ha convertido en nuestra peor costumbre, en
nuestra única forma de vernos como venezolanos.
Terminal Terrestre de San Cristóbal | Venezuela |
5:53 pm. La patria no es una mera consigna. Un
patriota no es aquel que repita todos los días la cartilla, el manual, los panfletos
de un partido político. Un patriota no es aquel que solo defienda a su país del
imperio o que luche por un cambio de gobierno. Un patriota defiende a su país
en las pequeñas cosas: al menos intentaría tener un terminal terrestre limpio,
seguro, funcional, y no un vertedero de basura, un meadero, una hedentina
permanente. Y un gobierno, un buen gobierno, no es aquel que crea y profundiza
los problemas de un país, sino que ofrece soluciones y las ejecuta.
6:27 pm. Quienes nos hemos ido, quienes quedaron
atrás, quienes se marchan a diario, tanto como los que se quedan o regresan, no
solo sufrimos el país que tenemos sino que también lo soñamos. Lo soñamos
diferente. Pero poco hacemos por el sueño. Tenemos el cerebro y las manos
atadas al estómago. Incluso la creatividad, la voluntad, la pasión, las grandes
iniciativas están por debajo de las necesidades del estómago. La
hiperinflación, el costo de la cesta básica en comparación con los salarios,
está muy por encima del patriotismo. Según tengo entendido el salario base de
un venezolano es de 456.507 bolívares. En una economía que basa sus costos de
acuerdo al precio del dólar paralelo, aunque el gobierno no lo quiera aceptar,
este salario representa la cantidad de cuatro dólares aproximadamente. Un ecuatoriano
promedio gana 375 dólares, y aun con un índice de inflación mínimo, casi nulo,
este salario no cubre todas las necesidades de los ecuatorianos. Pero cuatro
dólares mensuales, sin un aparato productivo óptimo, es matemáticamente
inhumano.
20 de diciembre
12:59 am. La unidad habilitada para trasladarnos
a Valera nunca llegó. El motivo de fondo: la crisis del transporte. Nos toca
pasar la noche en este sórdido y triste basurero, junto al hedor de las mil
meadas que a esta hora nubla mis sentidos. Muchos duermen en el piso. La
iluminación es pobre. Escribo a escondidas, oculto entre una pila de maletas y
bajo una chaqueta que cubre la luz del teléfono. No hay un policía que a esta
hora custodie tanta desidia. Es lo mismo ver un perro echado sobre el pavimento
que ver a un ser humano en este lugar. Pero los perros no piensan, no son
conscientes de su vida de perros. Los perros no votan, ni suscriben acuerdos,
ni escriben rotulados como «Aquí no se habla mal de Chávez.» El problema es que
aquí todo habla mal del chavismo. Hasta los perros.
1:46 am. Niños, ancianos, hombres y mujeres de
trabajo, tal como los veo ahora, me llevan al purgatorio o infierno de Dante, o
a la gente del abismo de Jack London. Muchos de los que aquí se encuentran
regresan a su patria o retornan a sus ciudades. Pero, ¿qué es la patria? Este
terminal sucio y maloliente, este desamor que puede verse en calles, brocales y
paredes, esta crisis del transporte, esta hiperinflación demencial, este miedo
por la delincuencia, esta tristeza que veo en ojos y cuerpos lánguidos y
enflaquecidos, todo esto no es mi patria sino el resultado de un naufragio
producto de la discordia, la arrogancia y la incompetencia de quienes les
importa más el poder que gobernar. Yo busqué desesperadamente a mi país una vez
que entré a él. Tanto en San Antonio como en San Cristóbal, quise apartar la
mirada del desastre y buscar el tipo de pequeñas cosas que no existen en otro
lugar del mundo. Que no encontraré en ningún lugar del mundo. Busqué el idioma
a nuestra manera, sus acentos, sus palabras, su alegría. Busqué el café colado
y no instantáneo, nuestras empanadas, el papelón con limón, la morcilla
tachirense, el pan y el picante andino, el chimó. Porque la patria está,
existe, palpita en las pequeñas cosas, en los sabores, olores, texturas, en el
afecto de nuestra gente, en su belleza, alegrías, dolores y esperanzas.
2:37 am. Junto a un soldado de la Guardia
Nacional, pasajero y víctima también de este terminal atroz, duerme un niño de
unos tres años sobre una maleta. Lo cubre una sábana. Parece un cadáver. El
guardia, sentado en el piso junto a su equipaje, abraza a su mujer que duerme
entre sus brazos. A mi lado, una anciana se queja de varices y dolor lumbar y
termina por echarse en el pavimento. Yo aparto un poco de basura, la alejo de
mí como para sentirme menos miserable, y me acomodo en el borde de la acera.
Escucho: «Los chavistas y hasta los opositores dicen que los que se van del
país son unos cobardes.» Guardo silencio. No justifico ni defiendo nada. Muchos
de los que salimos del país sentimos en el fondo ese sentimiento de culpa. El
de no quedarnos y luchar. Yo lo he sentido, sin duda, y no me avergüenza. Pero,
inmediatamente después de que este sentimiento de culpa se asoma, como patriota
o cristiano, recuerdo las veces que siendo periodista de un ministerio, en
plena campaña electoral muchos funcionarios de alto nivel visitaban Trujillo,
llegaban a los urbanismos y barriadas, inspeccionaban con asombro la pobreza,
se servían de ella con promesas y expectativas falsas, caminaban rozagantes y
olorosos a Channel, con la barriga llena de los mejores restaurantes, y de toda
aquella parafernalia propagandística quedaba apenas las fotografías que yo
tomaba y las notas de prensa que redactaba, que a la larga constituían el
repertorio de embustes y demagogias típicas de un proceso electoral, el mismo
que asombrosamente se repetía de una elección a otra, y que la gente, los
desesperados, escuchaban una y otra vez en un círculo vicioso interminable.
Recuerdo ese cansancio, la inercia, la impunidad; recuerdo que yo también quise
cambiar el mundo y luchar por la liberación de los oprimidos, pero que ese
apetito, esa pasión, fue estrellándose cada día más en los muros de la
burocracia y el fanatismo, o frente a la redondez de estómago y rubor facial de
un ministro frente a un churrasco de cerdo y un buen vino, hablando del
proletariado y la clase obrera, mientras que algunos, en plena escasez y
desabastecimiento, masticábamos cables o suelas de zapatos. Recuerdo también lo
bueno, y lo aprendido, y lo agradezco. Dije que sería honesto: si hay un
sentimiento de culpa en mi mucho más fuerte que el de no quedarme y luchar, es
el de haber formado parte, hoy digo que ingenuamente, de un movimiento político
que utilizó las mejores voluntades para que una élite de dirigentes se
convirtieran en una de las oligarquías más voraces y corruptas de la historia
de este país.
Pernocta de pasajeros venezolanos | San Cristóbal |
Pernocta de pasajeros en el terminal de San Cristóbal |
2:58 am. Recuerdo que salí del país una vez que,
al criticar con dureza el último proceso constituyente, que hoy también rechazo,
recibí amenazas y chantajes de los chavistas más inafames, algunos de los
cuales eran chavistas solo para traficar y mercadear alimentos, medicinas, y
beneficios gubernamentales. Tenía cuatro meses sin sentir tanto miedo,
paranoia, angustia. Pero también tenía cuatro meses sin sentir tanta rabia e
indignación. Es lamentable. El tema político, la crisis, el descaro, es un gas
tóxico que te envenena poco a poco el espíritu. Intento calmarme. Recuperar la
alegría, el entusiasmo. Apartar el pesimismo aun cuando todo lo que observo es
pésimo, doloroso.
3:42 am. Ha llegado un arpista con su hermoso
instrumento. Es un pasajero más. Se ha sentado en la acera. Está rodeado de
cuerpos que en el piso parecen más bien una multitud de damnificados en medio
de una zona de desastre. Su cansancio es el cansancio de todos. También su
desazón. Llevo rato observándolo. Estoy seguro de que su mirada ante tanta
pesadumbre es sensible, única. Este hombre tocará el arpa como los músicos de
Cameron en pleno hundimiento del Titanic. Lo veo en sus ojos.
5:10 am. Escucho el arpa. Una tonada venezolana.
Por primera vez en toda la noche se me aflojan las lágrimas. Ahí está mi patria
en esas manos puntiagudas y virtuosas. Los que no duermen o los que están por
dormir, levantan sus cabezas y experimentan el mismo sentimiento. Algo
embelleció de pronto el lugar. Como una flor luminosa que brota de pronto en la
oscuridad, y que despierta poco a poco otras flores, así nos vamos sintiendo
mientras amanece. En efecto, el arte, la música, el arpa de este hombre entre
sus manos no cambiarán la desidia que reina en el lugar. No cambiarán el mundo.
Pero por minutos, por instantes, nos enseña que lo bello existe y que siempre
luchará por sobrevivir.
5:50 am. Tomo un autobús hasta El Vigía. De allí
saldré hasta Valera. Toca dormir.
1:07 pm. Voy rumbo a Trujillo en un vehículo tipo
sedán de cinco puestos. Observo de la carretera Panamericana sus extensiones de
tierra reverdecidas, sus ríos, las garzas, sus poblados y caseríos igual de
ígneos, con su gente que aprovecha los reductores de velocidad para vender
café, bebidas y frutas tropicales. En la lejanía, algunas ceibas y pataedantos
solitarios se yerguen en la llanura, junto al ganado que pasta bajo el sol en
pequeños grupos, indiferentes a la crisis, felices de que sus carnes no se
encuentren en los frigoríficos ni en la dieta de muchas familias venezolanas.
Yo veo todo esto con la extrañeza y el asombro de quien regresa a casa y
encuentra cada cosa en lugares distintos. O como quien llega y nos las
consigue. La casa de siempre pero con ausencias, retrocesos o estancamientos.
1:31 pm. Escribo en la orilla de la carretera. No
hay paso. Un conjunto de familias cerraron la vía con barricadas. Protestan la
falta de gas licuado para cocinar sus alimentos. Esto se suma a las largas
colas de carros que he visto en todas las estaciones de servicio por la escasez
de gasolina. Hace cuatro meses al menos había combustible. Incluso uno podía
obtener el gas pese a las dificultades. Nuestro conductor comenta: «Ya
comienzan a vender gasolina de contrabando, como en Colombia.» Las causas de
esta situación las desconozco. Solo veo y escucho. Pero igual me indigno.
Indigna que siendo Venezuela un país tan rico en hidrocarburos, exista escasez
de gasolina y gas licuado. Desconozco las causas pero imagino las versiones
oficiales: Donald Trump, el imperialismo, el bloqueo, la MUD. Yo repudio esta
postura. Y la repudio porque, insisto: un buen gobierno no profundiza los
problemas; los soluciona. Un buen gobierno, en circunstancias como la nuestra,
tiene planes de contingencia en lugar de ruedas de prensa y declaraciones que
tienen el único fin de justificar su propio desastre con culpables y chivos
expiatorios. Rafael Ramírez, quien presidió PDVSA durante una década es el
nuevo chivo de las siete mil cabezas. Las recientes sanciones de Trump, que
tampoco justifico, ahora son la excusa perfecta para que el gobierno oculte su
responsabilidad en la pésima administración de una industria petrolera que
durante más de una década ha estado en manos del PSUV y no de la Casa Blanca.
Antes de las sanciones financieras contra el gobierno de Nicolás Maduro, estas
barricadas, estas protestas por gas y también por agua potable y energía
eléctrica eran el pan de cada día. Hace seis años, cuando hice un viaje hacia
el exterior y regresé de nuevo a casa, encontré una ciudad atestada de
barricadas y protestas, no por cambiar al gobierno, sino porque a los valeranos
se les estaban pudriendo los alimentos en sus neveras y refrigeradores por falta
de energía eléctrica. Hace seis años, repito. Sin sanciones imperialistas. Y
con Ramírez en la presidencia de PDVSA. No se puede sacrificar a un pueblo
entero, o una generación entera, por la tozudez de criterio o por la mostrenca
retórica de una revolución que en lugar de liberar, oprime; o que en lugar de
elevar la conciencia, fomenta en el ciudadano común la corrupción y el
canibalismo social y económico.
1:57 pm. Permiten el paso a un vehículo en el que
viaja una mujer embarazada cuya vagina sangra. Cierran el paso de nuevo. En un
poste del alumbrado público está colgado un cartel con la imagen de un
candidato oficialista por una alcaldía merideña. Miro en ese cartel un corazón
tricolor y los ojos de Chávez. Observo la barricada. Pienso en una vagina
sangrante, en un bebé, en un saco placentario. Pienso en cada uno de los
enfermos de cáncer, de VIH, de diabetes; pienso en aquellos que sufren de
epilepsia o mal de Parkinson, en quienes tienen una infección bacteriana, y
pienso en la escasez de medicamentos, en las 17 farmacias que visité
inútilmente para comprar el salbutamol por el asma de una de mis hijas, y que
vine a conseguir en Facebook a un precio de espanto; pienso en esto y miro el
cartel, de nuevo la barricada, los ojos de Chávez, las bombonas de gas vacías,
y no me queda otra opción que dudar, como todo el mundo duda, de los dos
últimos procesos electorales en Venezuela -gobernaciones y alcaldías-, y que el
chavismo ganó con cifras y resultados absurdos. Yo veo la realidad, que es
infalible, mientras el CNE se empecina en el descaro de contradecirla.
2:21 pm. Escribo en un parador a minutos de
Sabana de Mendoza. El tamaño de los precios no termina por acoplarse en mi
cabeza. Todo es confuso. Miro hacia la carretera Panamericana y observo restaurantes,
carnicerías, ferreterías cerradas. Estoy en suelo trujillano. Busco la alegría
navideña como un vestigio. Está apagada. Puede verse en las caras, en las
conversaciones, en esa niña sentada en la acera con la pobreza a cuestas.
3:34 pm. Una alcabala nos detuvo. Es el tercer
punto de control que nos detiene desde que salimos de El Vigía. Cada vez que
esto ocurre uno se siente como culpable de algo sin saber exactamente de qué.
Recuerdo a Kafka y sonrío. Estoy sentado debajo de un árbol entre la localidad
de San Miguel y Jalisco. Viajo con una muchacha, un hombre algo mayor y una
pareja joven. Esta pareja viene de comprar comida en Cúcuta, a 14 horas
aproximadamente de Valera. En el guarda equipaje del carro, esta pareja tiene
dos bultos de harina, mantequilla, azúcar, espaguetis y artículos de higiene
personal. Recuerdo tanto a la pareja como su equipaje porque también les tocó
dormir en el terminal de San Cristóbal junto a un centenar de personas. Un
guardia nacional revisa los equipajes, incluyendo mi mochila y bolso personal,
pero detiene nuestro viaje por el cargamento de la pareja. Pregunta el tipo y
la cantidad de comida que trasportan. Se le responde y explica que dichos
alimentos fueron comprados en Cúcuta. El guardia pide factura y la mujer se las
extiende. Pero las facturas no tienen sello, ni dirección fiscal, apenas una
tarjeta de presentación grapada con un número de teléfono colombiano. Yo miro
al guardia y como siempre ausculto su actitud, aquello que no muestra con
palabras ni mucho menos con el uniforme. El guardia termina por decir que tales
facturas no son válidas y que deben retener la mercancía hasta tanto los dueños
busquen en Cúcuta, a 14 horas de distancia, unas nuevas facturas. Pienso en
Kafka. Durante el viaje, y en conversaciones con mis compañeros de ruta, pude
saber que aquella pareja tenía una carga familiar de cuatro hijos menores de
edad y una anciana. Uno también sospecha de aquellos civiles que transportan
alimentos en dichas cantidades y que pudieran ser usureros de oficio,
revendedores o especuladores. Pero de esta pareja, y espero no equivocarme,
solo encontré nobleza y desesperación. De sus bocas escuché que era la primera
vez que iban a Cúcuta por comida y que sería la última, dadas las condiciones
asfixiantes del viaje. Pero lo hicieron esta vez porque proyectaron un mes de
enero difícil, sin dinero y comida para sus cuatro hijos y abuela. Según
escucho, el modus operandi de aquellos guardias que cobran vacunas por este
tipo de mercancías es aislar al pasajero, salir del radar, y dejarse sobornar.
Tal como presuntamente ocurrió en Peracal con el muchacho y su bulto de harina.
Esta vez quisimos evitarlo. Todos los pasajeros acompañamos a la pareja y todos
nos hicimos testigos en caso de que surgiera cualquier soborno. Finalmente el
guardia cedió. Le dijo al hombre: «Te dejo pasar porque sé que en este país no
hay comida; espero que no la vendas», y de inmediato la mujer reaccionó: «Si la
vende, lo mato.» Yo sonreí. Pensé en Kafka una vez más.
29 de diciembre
Post scriptum. Durante nueve días he
experimentado la alegría del encuentro familiar. Esto es invaluable. La patria
también está en las personas y lugares que amamos. Y estar lejos de lo que
amamos, aunque las causas sean históricas o accidentales, siempre será una lucha
individual. Una lucha contra el desarraigo y sobre todo contra uno mismo. El
tema no es salir o quedarse, el tema es lo que somos en ambos contextos. Hay
quienes deciden salir del país por razones egoístas, por snob, y hasta para
dejar muy mal parado el gentilicio. Pero también hay quienes deciden salir por
desesperación, por las cargas familiares que tienen, por ese kilo de queso que
vale 200mil bolívares, cantidad que representa el salario promedio de un
venezolano en quince días. En lo particular, decidí emprender este viaje por
razones obvias, pero también lo hice, en parte, por el terror de verme en una
centrífuga cuya inercia me estaba llevando a una de las más lamentables
costumbres de la condición humana: adaptarse a la desidia, acostumbrar los ojos,
el cuerpo, el espíritu a la desidia.
En cuatro meses de ausencia, el país no ha
cambiado. Está peor. Se ha encarecido notablemente. La actual crisis, estoy
seguro, no es tan dolorosa como la indiferencia de nuestro pueblo por todo lo
que ocurre a su alrededor. Nos hemos acostumbrado a las colas, a la basura, a
los apagones eléctricos, a la escasez, a la destrucción moral y estética, al
pésimo funcionamiento que mostramos como sociedad. Nos hemos acostumbrado al
descaro de nuestros gobernantes, al chantaje de un bono por un voto, una pierna
de cerdo por un voto, una chamba por un voto, un carnet por un voto. Nos hemos
acostumbrado al secuestro de nuestras instituciones democráticas, a la total
indefensión que como venezolanos sentimos frente al crimen organizado, o frente
a los pequeños delitos económicos que se cometen a diario en cualquier calle,
red social, bodega o almacén. Nos hemos acostumbrado a la falta de liderazgo de
una disidencia sin brújula, sin conceptos, sin proyecto, a una dirigencia opositora
plagada de contradicciones. Nos hemos acostumbrado a odiarnos unos con otros, a
la discordia, a tomar el país como si fuera una caimanera de futbolito, a
aplaudir como focas a un chavista con un mazo todas las noches por televisión,
como si darnos porrazos sirviera para fomentar el encuentro, el amor, la
comunión que tanto necesitamos para nuestras diferencias y enrumbar el país a
mejores circunstancias. Nos hemos acostumbrado, en fin, a una forma de ser que
ya no nos sirve. Yo denuncio esto. Nos denuncio. Me denuncio. De la misma forma
en que me indigna y denuncio la naturaleza de este gobierno, me indigna y
denuncio nuestra apatía. Y la denuncio porque entre tantos naufragios no tengo
la menor duda de nuestra grandeza, de lo hermoso, de lo mejor de nosotros
mismos. Entre tantos naufragios esa grandeza corre el riesgo de desaparecer, o
dormir, los cien años de un cuento de hadas convertido en pesadilla.
Yo honro con este viaje no solo nuestra manera de
resistir, que es asombrosa y diversa, sino también a las mujeres y hombres que
luchan, dentro y fuera del país, por una Venezuela digna. Honro al venezolano,
sin distinciones de credo o color político, que en las actuales circunstancias
conocen como testigos de esta época la verdad de todo cuanto aquí ocurre. Honro
en especial a mis compañeros de ruta en el Ecuador, a Ángel, José Luís, Javier,
Carlos, que en este momento, cuando faltan pocas horas para despedir el año, no
podrán abrazar a sus familias en la madrugada. Yo conozco sus lágrimas, sus
noches, sus amaneceres; conozco sus rutinas, su cansancio, su extrema
nostalgia. Pero también conozco sus alegrías, sus virtudes, su inmensa y
amorosa capacidad de sacrificar sus vidas por el pan de sus familias. A ellos,
y a cada uno de los ecuatorianos que nos hicieron los días menos solitarios y
tristes, Luís, Diomedes, Anderson, Juan Carlos, Lolo, Ochoa, Joseph, William, a
ustedes, mi más hermoso tributo.
1 comentarios
Ese viaje me lleno de recuerdos y como dice nuestro Gabo... Vivir para contarla... Solo te permite agradecer al universo que tenemos el atardecer mas hermoso en nuestros llanos la fuerza del Roraima la bendición de nuestros paramos andinos y nuestra gente que con solo una VALE...! te llena de alegría...
ResponderBorrar